Enrique Ortega Burgos

GREENWASHING. ¿QUÉ ES Y EN QUÉ CONSISTE?. PARTE 1

GREENWASHING

GREENWASHING. ¿QUÉ ES Y EN QUÉ CONSISTE?. PARTE 1.

 

PARA SER MÁS ESPECÍFICOS, LA PALABRA GREENWASHING ES EL RESULTADO DE LA COMBINACIÓN DE DOS PALABRAS EN INGLÉS: GREEN, QUE SIGNIFICA VERDE O ECOLÓGICO, Y WHITEWASHING, LA ACTIVIDAD DE ESCONDER HECHOS INCÓMODOS.

Estas palabras juntas, indican la tendencia de algunas empresas a declarar comportamientos supuestamente sostenibles –incluir temas sobre el medioambiente en sus campañas de marketing, o patrocinar asociaciones o iniciativas ambientalistas– con el fin de llamar la atención de los consumidores que están sensibilizados ante el problema medioambiental y obtener, así, mayores ganancias.

Se trata, entonces, de una forma de publicidad engañosa o lavado de imagen que las empresas usan para obtener mayores beneficios económicos, sin hacer nada concreto a favor del planeta.

 

GREENWASHING… ¿Cómo nace?.

 

El término o el movimiento nació en 1990, cuando algunas de las empresas estadounidenses más contaminantes (como DuPont, Chevron o Bechtel de la American Nuclear Society) empezaron a hacerse pasar por eco-friendly –sin serlo realmente, claro–, en una feria en Washington. Eso, para desviar la atención de la opinión pública de sus (verdaderas) actividades productivas, que son extremadamente contaminantes.

Todo empezó con un cartel para reducir el uso de toallas en un exclusivo hotel de las islas Fiyi en los 80.

 

Historia del greenwashing 

La verdadera historia va más orientada a un simple letrero en la puerta de un hotel en una isla privada del Pacífico, el Beachcomber, hoy una isla-resort del archipiélago de las Fiyi, «Salva nuestro planeta», citaba el aviso, que seguía diciendo:

«Cada día se utilizan miles de litros de agua para lavar toallas usadas solo una vez. Tú eliges: una toalla en el toallero dice ‘La utilizaré otra vez. Una toalla en el suelo significa ‘Por favor, repóngala’. Gracias por ayudarnos a conservar los recursos vitales del planeta Tierra». Y se remataba con el símbolo de reciclaje con sus tres flechas verdes en forma de círculo.

Básicamente, con este mensaje la intención era hacer un llamado de responsabilidad a los clientes o un ejemplo de cinismo máximo en pleno asedio de este paraíso natural. Este tipo de carteles es hoy común en establecimientos turísticos de todo el mundo, pero en determinadas situaciones pueden resultar muy chocantes, o incluso ser muy criticados.

Jay Westerveld, un estudiante universitario que se encontraba de paso en un viaje de investigación, se había acercado a Fiyi para hacer surf, esto ocurrió en 1983. El joven se hospedaba en un hostal mucho más modesto, pero se adentró en el Beachcomber para conseguir alguna toalla limpia, cuando vio el aviso de salvar el planeta.

Para este ecologista fue un golpe en la cara. Como los buenos eslóganes publicitarios, pero justo con el efecto contrario al deseado.

Mientras el Beachcomber, uno de los destinos más buscados del Pacífico Sur, se llenaba de mensajes en defensa del medio ambiente y de los arrecifes de coral, el complejo hotelero estaba en plena expansión, lo que iba a provocar un impacto mucho mayor que el lavado de las toallas.

 

Pasaron tres años hasta que un compañero le pidió que escribiera un artículo para una publicación académica local. Westerveld recordó las notas que había tomado en su viaje por el Pacífico, y fue entonces cuando definió greenwash (lavado verde), la práctica de aquel hotel que quería proyectar una falsa imagen ecologista.

La revista en la que apareció su artículo tenía muy buena audiencia en la zona de Nueva York, así que el término acuñado por Westerveld no tardó en hacerse popular en otros círculos mediáticos. La palabra se convirtió pronto en la verdadera definición de esta maniobra de marketing, y el fenómeno greenwash estaba ya en 1986 en boca de los medios de comunicación: era una práctica cada vez más común, pero ni mucho menos una realidad nueva.

GREENWASHING: Años 60.

 

 

Asimismo, también tenemos que decir que en los años 60, ya se podían ver avisos publicitarios con el objetivo de limpiar la imagen de marcas señaladas por su impacto ambiental. Un ejemplo es el de la división de energía nuclear de la compañía eléctrica norteamericana Westinghouse.

Esta empresa, amenazada por la creciente popularidad de la tendencia antinuclear, luchó por evitar los cuestionamientos sobre su seguridad e impacto medioambiental a través de una serie de anuncios que proclamaban la limpieza y el buen funcionamiento de sus plantas nucleares.

De hecho, una de ellas contenía la fotografía de una central en medio de un lago cristalino mientras proclamaba: «Estamos construyendo plantas nucleares para ofrecerte más electricidad… nuestras plantas nucleares son limpias, seguras y ordenadas».

 

Un movimiento mundial.

 

Si bien algunos de sus argumentos eran reales (las plantas de Westinghouse producían altas cantidades de electricidad creando menos polución que sus competidoras de carbón), también obviaba otras cuestiones que mostraban justo lo contrario.

No en vano, en aquellos años se produjeron varios sustos en instalaciones nucleares de EEUU; por ejemplo, en 1961 un accidente en un pequeño reactor de pruebas en las instalaciones de Starionay Low-Power Reactor Number One causó la muerte de tres personas en Idaho Falls, y en 1966 se produjo un derretimiento parcial en el núcleo de la central nuclear de Fermi Unit 1 en Michigan.

No obstante, si Westinghouse fue una de las primeras compañías en utilizar esta práctica, el ejemplo que se considera como paradigma del fenómeno greenwash es la petrolera Chevron y su campaña publicitaria ‘People Do’ (La gente lo hace).

En relación a esta campaña, podríamos recordar a una mariposa azul que volaba en las pantallas de televisión de millones de espectadores. La voz del narrador explica el programa de Chevron para salvar esta especie amenazada, y preguntaba a la audiencia de manera retórica: «¿Hace algo la gente para que un gramo de belleza sobreviva?». El narrador lleva el eslogan de la compañía al hogar del consumidor diciendo ‘La gente lo hace’».

Lo que los espectadores no podían ver era el hecho de que la especie amenazada de mariposa azul del anuncio anidaba en lo alto de una colina, en los confines de uno de los mayores pozos petrolíferos de los Estados Unidos, en Los Ángeles, donde se encontraba la refinería de El Segundo de Chevron.

Asimismo, la compañía creó más de 20 anuncios del mismo estilo, exhibiendo a Chevron, una de las empresas más contaminantes del planeta, como una compañía verde y respetuosa, con un equipo que «cuida el planeta y ama los osos, las mariposas y los zorros».

 

¿Contradictorio, no? Pero ahondemos…

 

Sobre este caso podríamos acotar a Joshua Karliner, por su libro The Corporate Planet, ecology and politics in the age of globalization (1997), donde el autor defiende cómo este tipo de publicidad es muy eficaz disfrazando de ecologistas a empresas que en realidad son enemigas del ecosistema. Es una práctica diseñada para manipular la percepción tanto del consumidor como de los accionistas, y su objetivo final es únicamente incrementar ventas.

Greenpeace básicamente redefinió este concepto como una situación en la que «compañías multinacionales conservan y expanden sus mercados actuando como amigas del medioambiente y líderes en el esfuerzo para erradicar la pobreza».

Por su parte, el emprendedor, ambientalista y activista Paul Hawken ha definido greenwashing como «la construcción de una ciudad global esmeralda en la que todas las cosas irradian una tonalidad verde que hace sentir bien al consumidor que compra felizmente mientras canturrea las tonadillas favoritas de sus empresas».

Pero la pregunta real es ¿Cómo se construye esa ‘ciudad esmeralda’? Algunos de los pioneros de las relaciones públicas modernas en las primeras décadas del siglo XX fueron quienes establecieron las reglas del juego; publicistas como Ivy Lee y Edward Bernays (empleados de multinacionales como Standard Oil, de John D. Rockefeller) se dedicaron a evitar los esfuerzos del Gobierno norteamericano para crear medidas legales protectoras del medio ambiente, así como a darle la vuelta a una creciente antipatía generalizada hacia las grandes empresas.

Lee y Bernays comenzaron a distorsionar la imagen de ciertos problemas medioambientales desde el mismo momento en que se publicaba uno de los libros que se considera catalizador del movimiento medioambiental moderno: Primavera silenciosa, de Rachel Carson.

En aquel bombazo de 1962, Carson exponía de manera contrastada y profética el nefasto impacto ecológico del uso masivo de pesticidas agrarios como el DDT. Escrito con el objetivo de sacudir a la ciudadanía y empujar al Gobierno y la industria a tomar medidas, el libro plantó las semillas de una conciencia que estalló algunos años después, con las manifestaciones callejeras del primer Día de la Tierra, en abril de 1970.

Este representa un clásico de la concienciación ecológica, considerado hoy como uno de los libros más influyentes de divulgación científica.

 

Agencia de Protección Medioambiental.

 

Varios meses después de aquel primer Día de la Tierra, en diciembre de 1970, nació la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en sus siglas en inglés) norteamericana, que aprobó las leyes de Aire Limpio, Agua Limpia y Especies Protegidas con el propósito de dar cobertura legal y regular las prácticas relacionadas con el medio ambiente. En 1990, el movimiento pasó a ser internacional, tras literalmente movilizar a 200 millones de personas.

Como contrapartida, el impacto global de Día de la Tierra es tal, que numerosas compañías se ven atraídas por su gran escala para buscar rendimiento económico de la emergencia del consumo verde: la idea de que el consumidor quiere productos respetuosos con el medio ambiente.

Así, de manera paradójica, compañías como Monsanto, Peabody Coal o Georgia Power han acabado esponsorizando eventos del Día de la Tierra desde 1990, un ejemplo clásico de greenwashing.

 

Greenwashing y greenwash.

 

Cerca de 40 años después de que Jay Westerveld acuñase el término greenwash, el vecino del municipio de Sugar Loaf, en el estado de Nueva York, ha explicado su decepción ante el uso de este vocablo por la maquinaria corporativa que ha adoptado la palabra con objetivos publicitarios o de seudomarketing, y que ha influido en que haya ciudadanos más interesados en el estilo que en el sacrificio necesario para conseguir sostenibilidad.

Incluso se podría acotar que, en una de las últimas entrevistas disponibles al autor, en un diario digital de provincias, Westerveld lamentaba que cada vez que lee greenwashing no puede sino pensar: «¡Pamplinas!». En su opinión, cada esfuerzo genuino por preservar el planeta es rápidamente apropiado por algún equipo de ventas corporativas, ansioso por identificar la próxima tendencia y así poder vender sus nuevos productos.

 

«Los norteamericanos todavía creen que comprando algo pueden solucionar cualquier problema. Cuando la responsabilidad medioambiental se convierte en una forma de expresión, por pura moda, es peligroso», sentenció Westerrveld.

 

 

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